22.12.07

Puedo pedir que me saque de adentro el bicho negro. Con los ojos y con fuerza, sintiendo que se va, se va de adentro como si los poros fueran cañerías. Y se llena el aire de él, rebota su eco feroz y todas estas palabras atragantadas, contra la cúpula de chapa, haciendo ruido de gong eterno y matando de miedo al señor de los brazos abiertos, copa de vino y manto violeta.
Puedo pedir yo también, ahora que hay silencio y nos han invitado a reflexionar, misericordia. Puedo querer sentirme de rodillas ante un inmenso Zeus de piedra, mientras llueve y somos tan seres hormiga.
El bicho negro, ave de mil años conviviendo conmigo y mi secreto detrás de la piel, no va a salir ahora. Dentro y fuera del recinto, por más que reine la oración y la gente suplique piedad, ensuciadas sus manos y con la mente intranquila, no hay dioses limpiando almas. Todos acuden, todos buscan con los ojos desesperados salvarse en este caldo hirviendo, no ser condenados, que nadie les queme el cuerpo y nadie les toquetee mucho el alma.
Porque, Dios, no te permito entrar en mi casa pero me abro de manos y caigo al suelo y te pido perdón, perdón.
Hay algo que impide liberar a la bestia acá, así. No se siente la Gran Boca succionando la peste desde arriba y dejándome así, limpia y pura, sin calvario y sin mente. Arriba solo las chapas, más allá el cielo, fuera de él un universo, quizás un microuniverso en un sistema de constelaciones infinitamente más grandes.
Entonces todo puede ser ínfimo, hasta Dios. Y si Dios es ínfimo es comparable a mí, que con el aliento contenido y las ganas de sacar para afuera el monstruo y las manos muy hechas mierda, acepto una mano y le deseo la paz... no sea cosa que mañana haga falta y todos se den cuenta, al fin, que la verdad se esconde en todos lados menos en el número 56 del librito rosado.

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