13.5.09

Un señor, regordete él, pelado de a tramos, corría medio desesperado por la calle céntrica llena de gente céntrica y vendedores de toda clase (de garrapiñada, de medias baratas, de ideas usadas, de pedazos de supuestas necesidades, etc). Buscaba con pequeños ojitos negros, rápidos, hasta que encontró, a la vuelta de la esquina, el objetivo de sus padecimientos.

- ¡Señor! Al fin lo encuentro. ¡Necesito que me ayude!
- Diga usted.
- ¡Necesito que me cambie mi Dios!
- ¿Que le...? ¿Cómo le voy a cambiar su Dios?
- ¡Sí sí! Así como le digo. No me sirve, no sé que pasó. Lo compré mal se ve.
- ¿Pero no estuvo usted ayer como una hora eligiéndolo? ¿No le mostré el catálogo y se lo expliqué con paciencia de maestra de niños inquietos?
- Sí, sí... todo eso. Pero no me sirve, me di cuenta que no me sirve. ¡Pero vamos hombre! ¿A quién le va a servir?
- Aaaah... eso le quise decir cuando le comenté que lo tenía desde siempre, que nadie lo había querido llevar hasta ahora. Pero no entendió, se ve.
- No, no... pensé... pensé que si iba en contra de todos, si elegía algo distinto, iba a encontrar la respuesta. No se puede decir que la gente esté en lo cierto... todos están tan desconformes...
- Igual que usted...
- Ah, pero lo mío es distinto. Usted no entiende... no entiende. Mi Dios, el que elegí ayer, no sirve de nada. Mi Dios no decidió mi suerte, no me permite equivocarme para que aprenda, no tiene las riendas de mi destino. Mi Dios me creó y me dejó ser lo que yo mismo haga de mí. Mi Dios es un creador pero no un dueño, un ser superior pero no una imagen de castigo si no hago todo bien. ¿Entiende? Si algo me pasa, algo malo, no es su culpa. Si me equivoco tantas veces como para cuestionar mi buena naturaleza, jamás podré decir que Dios así lo quiso. El Dios que usted me vendió no quiere para mí nada más que la libertad de ser un mortal que cree su propia historia. Y es demasiado para mí, señor. Estoy sobrepasado de culpas, de dilemas, de cuestiones que nadie más que yo va a resolver. Entonces... dígame usted, ¿para qué quiero un Dios? Se lo devuelvo. Por favor...
- Lamento decir que no acepto devoluciones. Podríamos ver qué me queda y le hago un cambio. Pero tome en cuenta que yo nunca le dije que podíamos hacer esto. Lo hago de buena onda.
- Está bien, está bien... mil disculpas. Realmente no sabía en qué me metía. Dígame qué le queda...
- A ver... sí, acá tengo uno de los más pedidos. Es el único que me queda. Es el Dios de las señoras puras y de algunos de esos sanguinarios excusados en la noble causa del Señor. Un Dios de esos a los que uno les puede echar la culpa, esconderse bajo su toga y lloriquear que el destino es tan tan cruel.
- ¡Ese! Quiero ese. Aquí tiene el que me vendió. ¿Está seguro que es diferente, no?
- Totalmente. Con éste tiene asegurado que su condición de ser humano pensante y autónomo no es más que un pretexto de existencia. Su historia, su destino y sus errores están bien resguardados en la voluntad divina. Que lo disfrute.
- Gracias. ¡Gracias! No sabe cuánto se lo agradezco. El otro me estaba matando, realmente. Muchas gracias. Nos vemos.
- Buenas tardes.

Y Dios se guardó su versión recién despreciada en la carpeta marrón, se la calzó debajo del brazo y arrancó a caminar calle abajo, riéndose bajito.

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