3.12.11

Vos tampoco. Y eso que te tuve fe. Abundante fe. Ahora sí, dije. Pero, claro que no. Vos mismo lo admitiste, la noche número tres. Y yo lloré, obvio (qué querés, de acero sólo las caravanas).
Admitir admitiré que no me molesta que no seas la excepción. No es tu culpa, no es mía ni la de aquel otro que sos porque vos, en el fondo (y en la más desesperante superficie, maldito ser recubierto de vidrio) sos como yo. Lo que no esperaba es que recurrieras a mecanismos tan básicos. No. No me esperaba una flecha en esa hojita. Esperaba un hermoso, horrible, arabesco. Un garabato bien complejo y cargado de sentido. Una burbuja de tinta que explote y me manche el ojo izquierdo. Pero... ¿la línea?

Hermosa flor, tu perfume huele bien casi todo el tiempo. Casi todo. A veces (cuando me distraigo o cuando presto suficiente atención, aún no lo sé) es tan ordinario que se pierde entre el pasto, el perro que molesta con la pelota pinchada y el polvo que levantan los autos en la calle. Y no es tu culpa, ni la mía, ni la de tus demonios. Es que, por más que te esfuerces, yo sigo estando adentro de una vidriera. Y vos estiraste tus brazos con mucho esmero, cuánto lo valoro, y con tu aliento tibio fuiste haciendo ceder el vidrio. Pareció que llegabas. El vidrio se deformó, dio paso a tus brazos que se me acercaron con la gloriosa certeza de que me iban a soplar el polvo juntado durante tantos años. Adorno para la torta.
No te dio el aire, claro. Los pulmones se desinflaron. Caíste. Me quedé mirándote desde adentro, y el abrazo anunciado se detuvo entre el vidrio y el mundo de aire entre ambos.

No puedo quejarme porque me habías avisado. Te entregaste a la derrota en la noche número tres. ¿Te dije que lloré? Lloré.

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