Se oye claramente, la voz de lo movedizo.
Ese timbre, su leve aspereza, su caricia casi casi musical. Se oye claramente, pegadito a la oreja, del otro lado de una fina línea divisoria. Fina línea que oculta la distancia, que comprime tanto mundo entre medio y lo vuelve una delgada capa de transparencia. Es breve y sutil, delgada y endeble.
Un hola le da el puntapié inicial al terremoto, una patada medio escondida a la piedrita que cae por la montaña y se vuelve avalancha.
Es tan raro, y a la vez es tan normal escuchar esa voz, saber qué viene acontinuación, poder adivinar las palabras un segundo antes. Suceden una tras otra, intentan expresar lo que no puedo ver, lo que no puedo entender del todo, lo que sucede quien sabe donde (será cierto dónde estás?). Dicen bellezas, tristezas, dicen verdades, dicen la mitad de las cosas que necesito oir. Y se van quedando sordas de insuficiencia por no poder causar el efecto de bálsamo, tranquilidad necesaria. Se van quedando mudas de frustración al encontrar el desierto árido que bajo su piel reseca se muere de sed.
Pero duran, batallan un ratito más para no darse por vencidas tan rápidamente. Y al final lloran pequeñas letras húmedas sobre el tubo, acarician con tristeza el cuerpo inerte de las cosas que no pueden hacer volver a nacer.
Es un adiós cansado y cabisbajo el que arremete contra la felicidad, y la voz que lo mueve todo comienza apagarse. Quiero mantener la delgada línea agradeciéndole estar, pero realmente no existen algunas cosas. La delgada línea se transorma en dos banderas, una frontera, cientos de kilómetros, palabras en lenguajes que no entiendo y esa sonrisa de fondo que reúne todas las cosas.
No queda nada, solo un eco que perdura.