17.10.07

En calle con nombre de capital latinoamericana cegada de smog, al final de una fila, está el lugar esperado a ser ocupado, mientras, con miedo de perder el suyo, otras personas se apuran a ocuparlo y así forman una víbora no muy larga pero no muy corta de gente variada. Variado el volumen de sus voces, variado el grado de ofuscamiento sobretodo visible entre las cejas, variado el número de gotas de sudor que a esa hora ya podrían ser más de dos recorriendo un surco en más de una piel, en más de una cara con diversos grados de malhumor capitalino (otra capital latinoamericana, aunque esta, creo, con menos smog. Aunque en este preciso lugar, en el número mil trescientos y algo, el cielo tampoco se ve).
Y bien, uno va y ocupa su lugar, para la desgracia de quien venía atrás y por no ser más rápido o menos delicado, se ha quedado con el posterior. Será quizás el azar quien decide que yo merezco (merezco?) el número G11 y la señora de atrás el 12, por mera casualidad o mera causalidad de esas fuerzas incomprensibles de las casualidades causales.
Pues bien, la cola es poco bulliciosa, así que aquellas dos cabezas rubias de acentos extraños y zetas marcadas son el blanco de las miradas esas tan especiales que se ven seguido: esa curiosidad que no huele a cosa sana, ese mirar de arriba a abajo y que desde donde estoy yo ya pueda adivinar los engranajes en la cabeza del observador, donde se formulan ideas, opiniones, juicios, y uno tras otro se dan de cabeza contra su frente, pum. Hasta que alguno se da demasiado fuerte contra el hueso frontal del cráneo y le sacude los párpados un poco. Ahí el curioso pone una gran cara de bobo, trastabilla con el empuje de la cola, entrega balbuceando un papel al tipo de la puerta y entra, ya sintiéndose un poco idiota.
"Sí. No. Nada más" equivale en este nuevo mundo de hoy a un "Sí, este es el lugar correcto, no necesitás abonar nada. Ningún otro papel más que tu cédula" al que hubiese correspondido con un intento de sonrisa y sinceras gracias, por no haber sido tan predecible como, efectivamente, lo fue.
Blanco, blanco. Carteles que informan a la parte interesada del plazo para solicitar el documento, que no es cualquiera que usted desee retirar, sino aquel que corresponda a éste, el local de la calle con nombre de capital latinoamericana, vence en un mes y nada más que un mes, siendo totalmente nulas cualesquiera que sean las razones para atrasarse y, por supuesto, quedando sin validez todo lo anterior en caso de que usted no presente toda (toda) la documentación necesaria, el dinero necesario, el tiempo necesario, la paciencia necesaria, las condiciones necesarias y gracias, la dirección.
Puf. Uf. Fuf. Siento que no solo mi organismo comienza a contaminarse de esa blancura a veces manchada por alguna suciedad de quién sabe qué.
De repente emergen desde los costados unos monstruos gigantes, prismáticos, que en sus panzas transparentes dejan ver hileras de carpetas que cambian de color según algún criterio que desconozco. Una atrás de la otra, formando filas que forman columnas y llenan las panzas de metal de esos monstruos, sobre los cuales alguien ha colocado escaleras apoyadas.
Y ahí estoy yo, pienso. Es lo primero que pienso. Que una de esas carpetas quizás diga algo de mí. De quien soy. De porqué tengo esta edad (respuesta: tres series de números entre barras inclinadas), de a dónde pertenezco legalmente, territorialmente, culturalmente. Ahí estoy yo... ¡soy un papel! Una estadística, un archivo. Ahí están también mis padres, mis hermanos, algunos de mis amigos, ahí están las voces que hablan de gente que ni siquiera conozco.
El recorrido entre las estanterías gigantes avanza y al final hay otro señor que en vez de responder monosílabos informa, como si le pasara mil millones de veces al día, que no, que esa cola no es la mía, que yo, dada mi condición, tengo que ir a esperar a que me llamen.
Me llaman, que bien, alguien va a decir mi nombre.
No, nadie va a decir mi nombre. En otra sala contigua, llena de bancos donde ya otra gente se sentó a esperar ser (nombrada?) llamada, una pantalla en números rojos avisa a qué mesa debe ir la persona, quien ahora es una letra y dos números.
G11 dicen los puntitos que forman al mismo en la pantallita y yo, que en el recorrido ya entendí que esa es mi nueva identidad momentánea, voy, digo que me llamo así y asá y que quiero que usted, señor que ni siquiera me mira a la cara sino que murmura unos "mmmhmmm" y teclea cosas, expida un papel que diga que yo soy esa que acabo de decirle, que nací allí, a esa hora, ese día, ese mes, ese año, a partir de tal y tal, que son mis padres.
Y no, resulta que ni siquiera era yo uno de los papeles contenidos en las miles de carpetas, sino que soy, nada más y nada menos, un dato en una base de datos, que salta en la pantalla. Sou quizás un byte en el espacio, no un papel. Un byte. Una unidad de medida para lo que ocupa un espacio irreal en el mundo informático.
Después de simplemente decir quien es uno y pedir que se lo certifiquen mediante un papel, se vuelve a la sala de espera, un lugar lleno de voces, piiiips del tablero electrónico que anuncia más números y letras y la voz enojada y gritona de un señor que llama, esta vez sí por nombre y apellido, a las personas cuyo documento ya está firmado, avalado y certificado, o sea, que ya pasó por el requerimiento de presentarlo todo en día y fecha, aguardar la paciente espera, para ya sí ser alguien cuyo nacimiento está impreso en un papel.
Y el señor se irrita cuando alguien no llega lo suficientemente rápido, firma garabatos sin mirar, responde consultas con cara de "acá no es el lugar correcto" y, sí, te entrega tu documento. Bah, no: lo deja sobre el mostrador, gesto que, interpretás porque ya estás contaminado de esa blancura inicial, significa que tenés que agarrarlo e irte. Y doy las gracias porque, por suerte, mayoritariamente sigo siendo yo. Aunque no haya respuesta y sea simplemente una palabra tirada al vacío.
En el camino de regreso, ya sin colas, un portero aburrido mira con aburrida costumbre y con otro poco de maldad y gusto, la cintura de una chica que entra, mientras come bizcochos de una bolsa.
En la puerta un perro sin derecho entrar, el mismo señor inicial de los monosílabos y, más afuera, alejándome cada vez más del mil trescientos y algo, cuando ya se desde enfrente el edificio de ladrillos, hay olor a flores. Y no sé porqué, pero de repente pienso que qué bueno haber vuelto al mundo, éste donde puedo ser yo quien decida sí dar la palabra amable.

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