5.5.08

No sé de donde saco toda la rabia. Tengo un bruxismo pataleante de tanto darle a la mandíbula de noche, craneando las posibles respuestas a imposibles preguntas. ¡Pero será...!
Cada mañana me doy la cabeza contra el cielorrazo, nunca suficientemente alto, y me retoco un poco el chichón del tiempo, en el lugar donde debería haber solamente una pelada. Y hay tanto más. Me recetaron un aparato dental con base de acrílico para no levantarme y sentir como que saqué de maratón a los maceteros, pero no me sirven de nada. Los rompí hace dos días y están ahí, con la saliva seca arriba de la mesa de luz, partidos y bastante torcidos. Es la rabia, la que no sé de donde sale, que me hace mordisquear sin parar. Rechinan mis dientes, quizás soñando que tienen entre mandíbulas al hijo de puta del momento, el que rankea primero y tiene la cara de mi jefe, del presidente, de un narcotraficante o del vecino de al lado que trae putas hasta las seis de la mañana y no me deja dormir. O del plomero, que nunca arreglará bien la canilla y seguirá goteando hasta que incorpore el sonido y me lo crea y me convenza que viene de mi hígado que gotea bilis de roto que está. O la de mi madre, esa inmaculada virgen mentirosa. O la de mi suegra, esa momia embalsamada que hace años no me inunda de olor a gato y naftalina. O a la de mi esposa, que decidió morirse cuando había que estar vivo y quieto, dormidos en la única sábana que no me raspó la espalda al descorrerse.
La cara del hijo de puta de turno, sin permitirme culpas por estarlo condenando antes de dejarlo omitir declaración. ¿Declaración de qué, señor acusado? Le digo con el dedo lastimándole un hombro, con la nariz pegada a su frente y toda mi grandeza comparada a su repentina pequeñez de cucaracha interrogada.
Así estoy. Bruxeo rabias que acumulo. Asistan al show que dará la gran esponja del universo, la que más absorbe y todavía no entiende dónde guarda tanto.
Ah... capaz que ahí está la explicación de la dureza de la almohada, de que la puerta del ropero no cierre más, de que el cajón de la cómoda no tenga vuelta atrás, del pulpo sosteniendo la heladera a falta de burlete. No era el tiempo ni el desgaste, era que se llenó todo de absorciones y explotaron las estructuras. Hasta la pelada está empezando a molestarse con el chichón retocado cada mañana.

Conozco gente que cambió su vida tan rápidamente como yo me agarré la calentura del día y pateé la pata de la mesa tirando al piso el cenicero y siete mil kilos de ceniza. Conozco gente que se cambió la vida con un viaje, como que con el pasaje le vendieron un par de lentes nuevos, y al volver la realidad era maravillosamente daltónica. Conozco gente que conoció gente y cambió su vida, que empezó algo y cambió su vida, que cambió el colchón y cambió su vida, que se hizo católico y cambió su vida, que se metió en el viaje del amor y la pastilla dulce diaria y de repente las mejillas se les encendieron como por arte de magia de un duende diminuto prendiéndole las velas en el alma.
Drástico, irreconocibles. Me crucé al Luis en la panadería y era un hombre nuevo con su nueva cabellera de mentira. Sonreía incansablemente y se sentía un galán de película de jueves a las tres y media con su dentadura a medio reponer, su olor a espiral para mosquitos y la vecina de al lado que ya le había dedicado un buen día sin que tuviera él que pasar mirando como la doña barría la vereda a las siete y media, esperando un saludito.
Toda la rabia que tengo, a veces la amortiguo un poco cuando veo gente buena. Y no me importa mucho de qué clase de bondad estamos hablando. Simplemente, pareciera que hicieran un colchón de algodones para dejar caer las piedras enojadas que tiro desde la azotea de mi cabeza en estado de otoño caduco desde hace años. Pero no dura mucho. Todo, otra vez, es tan gris como el cuadradito de revoque del azulejo del baño. Se cayó hace dos años y cinco meses, un mes antes de tildar de hija de puta a la mujer que cometió el pecado de dejar de existir cuando aún parecía que quedaban esperanzas de sobrevivir al riesgo de caer en esto que soy.

A patadas de obligación viene sacudiéndose la maquinaria incansable que me mueve los músculos cuando no quieren responder más. Como perros asesinos descuartizando un cuerpo de zorro muerto, el mundo y la canilla del baño que gotea están desarmando las certezas de que estamos acá para algo concreto aparte de cargar con rabias sin origen aparente.
A los hijos de puta, cara de malo. No me alcanza. Les quiero cortar las venas con los dientes, agacharme tras su puerta y hacerlos tropezar, robarles del maletín el azulejo que me falta (lo tienen ellos, es un hecho), averiguar en qué lugar tienen escondido mi buen genio.
Entonces la pelada dejará de vivir en relieve y el cielorrazo no tendrá que soportar cada ocho a.m que le den un golpe sin anestesia, el plomero podrá hacer su trabajo sin que yo le respire en la nuca y lo amenace con dejarlo inconsciente de una pedrada con estas que tengo guardadas para cuando se dé el momento. Entonces en el reboque suelto no encontraré más la desprolijidad de un gris fuera de lugar y empezaré a divertirme encontrándole formas, como si fueran nubes y yo tuviera cincuenta años menos y menos pelos en el pecho.
Entonces reinventaría mi vida, mi cenicero con toda la ceniza del mundo adentro, mi almohada, que no tendría que tener adentro nada más que relleno suave, y las patas de mi cama, que no se quejarían cada noche de vacío, de falta de sacudones, de falta de perfume dulce chorreándole por las costuras del acolchado.
Entonces mis dientes no se acortarían cada día un milímetro más, no habría bruxismos de hijos de puta, me dedicaría enteramente a masajear suavidades en vez de mordisquear huesos.

3 comentarios:

Blondiepower dijo...

Me dejo sin palabras...

Anónimo dijo...

MUY bueno. MUY MUY MUY bueno.

Anónimo dijo...

Y tu tan traquila con este talento