El rincón donde viven los dientes de uno. La dentadura feroz que desgarra mangas sucias. Los labios curtidos, fuertes, filosos, de uno. Las manos ásperas de uno.
El rincón donde no quedan banderas. Donde no hay palos, ni polos, ni ningún tipo de idea que pretenda colocar a las personas como una pared de ladrillo.
Estamos intentando construir una calle de empedrado (el auto no llegará a pasarle por encima, lo juro!), todos nosotros. No creo lo que me dicen. No creo que después de aquellos jóvenes, ejemplo de dignidad y lucha, no hemos visto nacer más luz alimentando el mundo mejor. Si lo creyera... pobre de mí. No habría sentido el abrazo de las manos que tocan a tientas lo que nadie les ofreció aún, entonces lo crean. Si me convenzo de lo contrario, no hay más horizonte hacia el que avanzar.
El rincón donde viven tantas cosas, está ahí para verlo. Pero hay que querer verlo. Como aquellas luces surcando el cielo, que si no creés no pasan y si no abrías la cabeza no llegan a tocarte el alma.
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