Apoptosis: muerte programada.
El último día, una de esas cosas que no avisan antes de entrar. No golpeó la puerta, no dejó una esquela pegada en la puerta.
O sí. Pero somos perfeccionistas en el arte de evadir los avisos del destino. Y el azar, con su seducción de labios gruesos y manos suaves, nos convenció de que él tiene las razón. Entonces nos fuimos a dormir con la tranquilidad de que todo es tan impredecible que para qué preocuparse de antemano.
Soy casi un asesino serial. Maté bastante más gente que la que conservo viva y reluciente, como un trofeo en la repisa. Desesperada de dolor, con el dedo sudando en el gatillo, les disparé una vez, quizás dos. En la sien, en el pecho, en el estómago. Y los vi morir, les vi el interior de la retina apagarse, irse yendo hasta quedar oscura y vacía. Sin habla, sin tacto, sin lejano eco que los recuerde.
Preparo el arma una vez más y me detengo a pesar. Sé que es un error, que lo que hay que hacer es disparar y chau. Pero de alguna forma tengo que hacerle honor al rastro de recuerdos que hay atrás de su cuerpo inmóvil.
Me está esperando en paz. Sabe lo que voy a hacer. A mí, que en masoquismo me doctoré hace tiempo, me molesta que no haga algo por defenderse. ¿Porqué no me gritás algo bien feo? ¿Porqué no me decís llorando que quisieras vivir un tiempo más? ¿Porqué no te causa tanta lástima, tanta tristeza, tanto dolor inaguantable tener que morirte así, tener que matarte yo, tener que dejar de existir?
Ahora estoy llorando yo. Tengo el arma en las manos y puedo disparar ya mismo. En mi diario voy a escribir que es una de las veces que más lloré. Tengo lágrimas hasta en la pechera de la camisa. Sé que me está viendo, pero sigue callado, mirando el piso.
- ¿No vas a hacer nada?
- No sé qué hacer.
La puta que te parió. Al menos salí corriendo. Pegá un portazo, corré incansablemente y gritá que estoy loca de remate. Llamá a la policía, tirame una silla por la cabeza, pegame hasta que sangre.
Nada. Ni un atisbo de movimiento.
Levanto el arma, firme, y miro para apuntar. Si todo sale bien, la bala le va a atravesar el hueso frontal del cráneo. Quizás quede alojada ahí adentro, causando un desastre cerebral, o quizás salga por atrás, destrozando el parietal y dando, finalmente, contra la repisa detrás de él.
Disparo, no lo pienso más. Disparo. El estallido, la bala entrando en su cabeza, él cayendo al suelo y la sangre mojando la alfombra pierden orden cronológico. Todo sucede al mismo tiempo. Al instante de disparar él ya está muerto para mí, aunque aún le queden unas milésimas de segundo para verme, para vernos, para sentir la bala y luego sentirla en serio, antes de que todo se apague para siempre.
Me quedo unos segundos mirando el cadáver. Hay muchísima sangre. El dolor es tan intenso que todo el mundo se derrumba adentro de mí. Siento instantes, minutos e imágenes caer como escombros de un muro inmenso en mi estómago. Cada ladrillo que cae añade un dolor, cada pedazo de pared desarmada hace ruido contra el fondo, y tengo mil kilos de piedras en el estómago, en los pulmones, en el cerebro, en el corazón.
No puedo estar más ahí. Salgo de la habitación, salgo de la casa y tranco con llave.
Nunca más voy a volver a pisar esas mismas baldosas. Nunca más, va a volver a esperarme un abrazo. Nunca más esperaremos aquella línea de ómnibus. Nunca más voy a sacar el colchón del armario.
Guardo el arma en la cartera y camino unas cuantas cuadras. Al doblar una esquina, mientras me saluda alguien desde una ventanilla, me doy cuenta.
Sí, otra vez. Una vez más, una de incontables veces más, maté a alguien. En mi cabeza.
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