27.5.09

El águila estuvo sobrevolando la cascada, el arroyo y las altas montañas. Se alejó más y más, hasta que divisó la ciudad. Sus techos grises, sus azoteas de señoras retaconas y delantales, su cableado desestructurado, sus palomas machadas de hollín picoteando restos.
Planeó sobre la avenida, pasó de largo plazas, cafés, bares de viejos solitarios tomando medidas de grappamiel. Con su vista infinita buscó en la vereda, y me vio caminando. Reconoció el buzo celeste, el pantalón deportivo y la mochila clarita. Me miró cruzar las calles con las manos en los bolsillos y el cable negro del auricular. Me sintió sentir la gente.
Paré en una esquina, frente al casino, a cruzar en el semáforo. Entonces se me acercó más y la vi. Crucé con ella volando arriba. Cuando llegué a la otra esquina se paró en mi brazo. Era marrón, enorme, preciosa. Los ojos negros, la expresión profunda. Me dijo sin hablarme que va a estar todo bien. Que nunca me va a a dejar de cuidar. Que me quiere mucho. Todo giraba, estábamos agarradas del entendimiento.
Después de prometer, una vez más, que voy a estar bien, se elevó hasta el cielo. La miré volverse cada vez más pequeña, hasta que se la tragó la inmensidad.
Yo seguí y ella volvió al valle en las montañas. Sobrevoló otra vez los picos marrones, se tiró en picada y pasó rozando con las alas el pasto y el agua cristalina. Entonces retornó a su antigua forma, de la que partió y a la cual vuelve, como un ciclo que se repite para todo lo mutable: sentada a la orilla del arroyo esperé volver a verme caminando.


No estaba soñando.

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