29.6.09

- Yo soy, yo soy, yo soy...

Me obligan a gritarlo una y otra vez. A que suene más fuerte que la percusión incansable de los corazones. Me pide que lo grite como si fuera la guerra contra el secuestro de la identidad. Es que, la verdad, todos vimos ya esas personas caminando, con la cara borroneada como por un puño que limpia una mancha de algo en la comisura de la boca. Los ojos desteñidos, la boca torcida, como si fuera lápiz de labios corrido, invadiendo parte de la mejilla. Hay un beso, en algún lado, para ponerlo en su lugar. Para poner en su lugar todas las bocas, todas las tintas descorridas, todas las mejillas manchadas de secuestro de identidad.
Y entonces estoy ahí, en la oscuridad capitalina, en el lecho de las urgencias, donde se entiende y se pregunta con un balance tan perfecto, tan hecho a medida, que podría decirse que es más que soñado.
Lo digo muchas veces. Tantas, que la garganta me duele un poco. No veo y no necesito ver, solamente saber que si le gano a percusión, si mantengo al ladrón a raya para lograr que me deje el conocimiento intacto... habremos traspasado puertas.
En algún lugar del mundo, los secuestros salen en las noticias. En otros, todos los demás lugares, los secuestros son desconocidos. Son pecados intactos, son millones de caras que andan sin rumbo, sorbiendo gaseosa de algún vaso plástico, con las muñecas llenas de pulseras y un hueco en la cabeza por el que se les volaron los pajaritos.
Yo soy. Lo digo por última vez y me callo. En todo el cuerpo, una energía se mueve, enloquecida. Salgo a la luz, y me miro al espejo. Ahí está mi cara, prueba de la victoria.

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