19.7.09

En los cafetales y en las autopistas que llevan de una ciudad a otra. En los cuartos llenos de luz, en el campo, en las ciegas ciudades con la nariz tapada, en las ventanitas tapadas que dan a la calle. En todos los escenarios posibles, están esperando. Algunos solo tienen algunos días de andar dando vueltas por ahí, esperando, desesperando. Otros, siglos. Aguardan como figuritas repetidas pegándose una y otra vez al álbum de niño de barrio latino, ansioso por encontrar la que falta. Se quedaron en un tiempo de negros juntando el algodón, y guardan de esa época un miedo racial espantoso. Nos vieron la piel, nos notaron pálidos, y enmudecieron. Te pido por favor que nunca más hagas eso. De ahora en más, cuando pienses en mí parate a mi altura. Dame la mano y mirame a los ojos. No existen ya aquellos tiranos.

Conocimos el nombre y la edad. El suceso, la angustia, la familia, los miedos. Conocimos las creencias, las tristezas, los apegos. La desesperación le hizo pegar con sus manos, esas que se miró desconcertado, en el sillón. Más tarde, cuando sanó su cabeza y el corazón le contó la verdad, se dejó llevar. La maravilla, cosa para estar ahí y verlo: habló del olor a rosas, y de aquella luz cegadora que le marcó un único camino. Extendió su mano derecha y lo agarraron desde algún lado. Entonces subió, como sube todo lo que se desprende. Subió y se perdió en una negrura infinita, una paz de mil años, un eterno bienestar de consuelo y entendimiento.
En la habitación, cerramos los ojos. Todo temblaba.

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