9.7.10

La traición fue más bien comenzar a ver flores donde había un gigantesco cementerio de elefantes. Pisar vértebras muy grandes, meter los pies entre colmillos erosionados y, con la luna arriba de los hombros, sentir las hienas acercarse, oler su sed de pelea, su anticipación al desastre.

Toqué la tierra y pensé en promesas hechas. Más allá del cementerio todavía no había flores. Un hombre me leyó un cuento, se acurrucó a mi lado y contó maravillas para empezar a reír. Era un tipo de calle empedrara y pipa, de bigote y ojos infinitos. Me pidió perdón por no tener, él tampoco, alguna respuesta salvadora. Lloró entonces parado en su puerta, me dio un beso en la mejilla y me hizo adiós con la mano. Su casa era una casa encantada y olía a madera y papel viejo.

Siempre que quieras saber la verdad, no vayas tan lejos. Los cementerios de elefantes son peligrosos y quedan mucho más allá del límite de lo tolerable. Si vas a hacer el viaje, no pretendas tanto a la flor. Mejor... sí, mejor no te animes. El mundo de los cobarde es mucho más lindo, más calentito y lleno de algodones.

Entre un gran esqueleto de costillas miro el cielo. Las estrellas no tienen nada que ver con quién soy. Soy más bien tierra negra y polvo gris, barro para las manos torpes que me inventaron. Palitos como brazos, tablitas en las pestañas, y una piedrita en el corazón. Burdo esbozo de otro recuerdo, el que puja por salir, la brillante imagen de lo verdadero. Pero por el momento sólo se ve esto, estas manos marrones y este barro que se reseca a la luz de la luna, después de un largo viaje. No debería llorar... las lágrimas ablandan la tierra y quizás me derrita para siempre.

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