26.2.08

Fue haciéndose obvio. Llegaba a ella y llegaba entero, que es solo un orden distinto de las letras que forman la palabra eterno. Eterno y puntual, aunque no tanto, pero puntual. Desprecia los momentos, los minutos en el piso... ¿qué color tenía el piso? No importa. Desprecia esos momentos, aunque fueran diez minutos o quizás una hora. Si no fuera porque la razón y el imposible son quienes siempre terminan tirándole la balanza de arriba de la mesa, diría con ojos contentos que de a poco se iba notando que fluía, y fluía tanto, que encastraban todas las piezas. Que se tomaba un segundo de abrazo para respirar su olor, y le devolvían el gesto. Si no fuera porque...
El amor, piensa de noche, alguna noche mirando el techo, está cerrando un círculo y tomándose demasiados derechos de admisión. No le basta ser esencialmente hermosa. No le basta querer acompañar, ni querer saltar el precipicio, ni querer no querer lastimar a nadie. La razón y los imposibles, otra vez. Como cuando pensaba que podría llegar a otro lado, solo corriendo, sola y sin autos, sola y sin ayuda.
Cuando tiene la oportunidad, mira el monumento que destiñe. Todo chorreado. Imagina que con los días las manchas se extenderán más allá y los apurados personajes irán saltando charquitos verdes, enojados, queriendo llegar a casa y puteando porque llueve.
Siempre le queda algo más. No sabe hasta cuando tendrá bajo la manga el as para el momento justo, ni si llegará el momento (la persona, le dice de atrás alguien y agradece con la mano el gesto de sensatez) en que deje de creer que el amor es un círculo cerrado con más derechos de admisión reservados que reservas de libertad.
Prende un cigarrillo aunque no fuma, pide un trago aunque no toma, abre el paraguas aunque no llueve, adentro aunque no cree en la mala suerte, y después se va a buscar lo que realmente no espera.

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