13.2.08

Hibernamos siglos en una caverna de cavernícola prehistórico, moderno. Cuando los arqueólogos de la mente llegaron al sitio, no podían creerlo. Las paredes estaban llenas de escrituras, mensajes del subconsciente, miles de palabras que no pudimos reprocharnos, que anotamos creyendo entenderlas, creyendo que nadie las leería, creyendo, que no es sabiendo. Creer, pero el creer del falso saber.
Hibernamos millones de años tras el velo que separaba la cueva de la verdadera realidad (y qué fuerte, que inmenso, que inentendible es decir que haya una realidad verdadera, que haya otra de mentira, que sencillamente no sea una sola), imaginando un muro y sin atrevernos a comprobar que era solo un velo. Nos tocamos el cuerpo en paz, para adivinarnos y no dejar de tenernos presentes. Nos encerramos en nuestras propias caricias, dulcificando el ego, amándonos hasta odiarnos, encerrándonos donde no puedan llegar.
Lloramos miles de veces, incontables veces, y nunca se enteró nadie desde afuera.
Ahora la caverna está vacía, los arqueólogos aún perplejos rozan suavemente cada escritura hundida en la piedra, comprobando, asumiendo el hallazgo, saboreando el triunfo de tan valioso tesoro.
Ante sus ojos se abre un mundo casi desconocido, ante sus ojos la realidad se enriquece, las verdades toman más matices de colores, la euforia de entender se apodera de ellos, y solo pueden estar ahí, mirando, leyendo, captando, enriqueciendo todo lo que alguna vez pensaron que habría bajo el Sol.
Hibernamos, sí. Y ya no. Solo quedan esos restos, memorias de un tiempo donde dormíamos llorando sin animarnos a despertar riendo. Solo queda una escritura, un miedo, una necesidad, y una angustia que siempre extraña volver a estar donde nada podía pasar más que una tenue escapada del Sol por una rendija.

No hay comentarios.: