20.2.08

La plaza tiene siempre el mismo aspecto. Cada vez que llega, caminando por la vereda derecha, pasa la librería que más le gusta y ahí está, inmutable. Las hojas del otoño, piensa, están aún ahora que es verano. Curioso. Más trabajo para los barrenderos, que de trajes naranja barren un piso que nunca estará limpio.
Se sienta en un banco verde oscuro y mira un poco. La gente sube la escalerita, absorta en mil mundos.
Un tipo que no tendrá más de 35 años, con pinta de loco de hospital psiquiátrico, toca una canción en un banco cercano, con una guitarra. Lo mira con atención y descubre que ese tipo solo tocó esa canción en toda su vida. No sabe porqué lo sabe, pero lo sabe. Nunca otra. Y es suya. Es suya porque se le nota en la cara que la melodía le sale desde lo más profundo de lo propio.
El pantalón deja ver unas piernas de hombre, unas medias verdes gastadísimas y zapatos negros mal lustrados. "Acá, en esta ciudad, un tipo así no puede lucir de otra forma", piensa.
Y es verdad. La locura lleva pantalones grises y un chaleco pasado de moda. La locura toma mate en un termo que tiene 50 años y ceba por un pico con forma de caballo. La locura se pone medias gastadas que se dan a conocer al sentarse en cualquier lado, cuando los pantalones evidencian más que nunca que no son suficientemente largos. La locura, comprueba ahora que este personaje sonríe, no tiene los dientes en buen estado.
"Algún día voy a escribir algo de esto", vuelve a pensar. "Estar loco y no tener plata para aparentar no estarlo. Sí, eso. Si se te acerca alguien así, cuya ropa está 20 años atrasada, donde domina el gris, con sonrisa desalineada y termo de hace una década, diagnosticale un pasado en algún hospital psiquiátrico".
Esta gente son fundamentales en el paisaje de la plaza cada tarde. Ellos, los viejos a medio carcomer por el tiempo, los jóvenes enchufados a aparatos de música, las hojas y los barrenderos.
"Y la nostalgia", le dice su voz interior casi en un susurro. La nostalgia... las noches en el Sorocabana.
Mira justamente delante de él. Ahora hay una heladería. El tiempo y la ciudad lavaron con agua algunas cosas. Del Sorocabana tiene un recuerdo tan vívido, que no le cuesta sentir la mano de Zitarrosa estrechándose a la suya, cuando sin poder contenerse fue y lo saludó. Él, que no es un tipo muy atrevido. Pero Zitarrosa...
Después, con la confianza del café, el clima tan conocido y el tango de fondo, no fue tan difícil saludar a escritores y políticos, pintores y a aquel personaje de boina y barba rara, de extraña presencia, que lo dejó perplejo.
Montevideo tiene el poder de hacerle extrañar miles de cosas. El Sorocabana duele hondo en los años, después de tantos y tantos años, cuando recuerda que salía de la oficina y siempre quedaba ahí, a unas cuadras. Era parte de este paisaje que mira ahora, que parece que no cambió pero cambió tanto. Los años pasan y son más los derrumbes que los nacimientos de sitios tan memorables como el Soro.
El Soro... donde pudo haber conocido a Mabel si no fuera porque no le gusta el café, aunque sí a su hermano, que es lo mismo a fin de cuentas, ya que a él sí lo conoció ahí.
Los años se fueron volando. Tan rápido como el aroma que nunca más sintió igual. Tan rápido como perdió los vinilos de Gardel en una mudanza, tan rápido como se jubiló, tan rápido como tuvo y dejó ir hijos, tan rápido como la heladería sencillamente apareció en la Cagancha, una tarde de tantas, un mes de tantos, un año de tantos.
Sus tardes se quedaron en el tiempo, se sintió el mismo dentro de un traje que envejecía día a día, caminando cada tarde por calles que estaban tan iguales que era increíble que no llevaran a los mismos lugares de siempre.
De pronto, el tipo deja de cantar. Se levanta (los pantalones le tapan ahora sí las medias verdes), se echa la guitarra al hombro y pasa por enfrente de él.

- Mi viejo decía que en el Soro conoció al Che una vuelta. Pero nunca le creí... estaba medio loco.- le dijo y se perdió escalera abajo.

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