Soy un kamikaze aprendiendo a saberme vivo. A entender que no me morí. Soy un kamikaze comprendiendo que no entregué mi vida por el honor de nadie, ni el mío, ni el de algún titiritero en el umbral de un teatro hasta las pelotas. No.
Soy apenas algo más que eso. Algo más que lo que sé de mí mismo. Soy un pelotudo, un iluso, un tarado irremediable que anda y anda y siempre cree que la próxima cuadra es. Y nunca es. Llega la puerta de piedra y ya se acabó la calle. Hasta acá llegaste, diría si filmara una película y mi propia voz en off narrara mis repetitivas caídas de cara al pavimento. Entonces me doy la vuelta y regreso, como si el camino no fuera el mismo pero al revés, y dos cuadras atrás no estuviera doña Elvira con sus ojitos de quiero saber, y tres más atrás la iglesia, y mil más atrás mi casa, al final del camino marcado con palitos.
Qué desgaste. Soy un kamikaze aprendiendo a no morir cada vez que ejerzo. Eso es. Aprendiendo a no morir. Entonces confieso que me elevo y pienso qué será sí morir. No tratar de hacerlo más. No intentar una vez más y que en el recodo aguarde una puerta de piedra, unas macetas con flores y la misma peatonal llena de gente que no sé, no sé como pasa al otro lado.Yo no llego. No encuentro. Recorro las cuadras y siempre me creo que en la próxima es. La próxima es.
Hay un futuro roto a pedradas de desesperación. Construido con las miserias que escupe el presente cuando se rompe la cabeza contra la piedra como yo. Y yo, que a la larga ya aprendí a odiar el olorcito a viejo de la piedra. Las macetas debajo, tapando la entrada de la puerta, pidiéndote que te atrevas a levantar la pata y pasar.