21.8.08

Cuando se subió al ómnibus, con los pantalones blancos bien arriba y esa remera azul de propaganda de combustibles por dentro, ya sabía. Estaba solo yo. Habían bombardeado con feria el recorrido del coche, habiendo tenido que subir en una calle con nombre a arroyo que se pudre más y más.
Tenía la cara fea y sucia. La boca semiabierta, las manos en los bolsillos, una media azul y una verde que se adivinaban porque de tan alto el pantalón le quedaba corto. Usaba unos zapatos que reconocí al instante porque yo los usaba cuando era chica. Unos marrones, con una suela de goma que no se podía dejar al sol porque se derretía y se te quedaban pegados al suelo.
Entonces empezó, quizás porque no había nadie. Se sentó en el primer asiento, contra el pasillo, miró para ambos lados, contó tres y se cambió al de atrás. Lo miré y me dije "no será que...".
Era. Se volvió a parar y, otra vez, atrasó un asiento. Yo miré para la calle. No subía nadie, era ahora o nunca. Cuando llevaba cuatro asientos le imité los movimientos. Uno, tres segundos, y al de atrás. Él se dio cuenta y empezó a acelerar. Pero yo llevaba demasiado tiempo queriendo hacerlo como para detenerme en ese momento. Cuando quiso acordar le pisaba las rodillas, a un asiento de distancia y obligándolo a avanzar y avanzar. Conquistó la nueva fila, ahora yendo hacia adelante y mirándome para atrás a ver si no era que me le adelantaba sin darse cuenta.
Cuando estaba a punto de ganarle la partida, a punto de sentarme donde debería ir él, algo pasó.
El ómnibus se detuvo y asomó una cabeza rubia de tinta que anunció su destino y empezó a caminar muy elegante por el pasillo, a tiempo para que yo mirara por la ventana, él empezara a jugar con sus dedos pulgares y otra vez nadie supiera nada de nada.

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