El deseo se estruja en un rincón, entre las piernas de las falsas bailarinas pisando flechitas. El sudor, ay, que asco. El deseo es un tigre volador derrapando en cada bajada, acoplándose al pecho, en el árbol y el cielo celeste que hay en el pecho, y viviendo así, como balanceándose en hamaca.
Las bolas ruedan en paño, la física se aplica cuando calculás cómo será. Pero nunca es. Nunca sucede como la ecuación lo predice, porque realmente nada se trata de física. Y Newton reposa, y el deseo trasnocha por quedarse a verte ver a los demás. Sabe que no sos lo que son ellos, y entonces el deseo encuentra allí mismo su poder.
Estábamos sentados en el cordón, esperando, cuando pensé: Yo quiero ser quien se quede. No quiero más ser cómplice. En este juego de cartas, en este ladrón y policía, quiero tener el poder de matar con un guiño. No me gusta más que me hagan así con el labio, que me digan hacelo por mí. ¿Y por mí? Yo quiero que quieran que seamos un par llevando a cabo la misión. No me sirve irme. Porque si me voy, si veo las luces en la carretera y sólo me queda imaginar, empiezo a creer que de verdad no ha pasado nada desde el comienzo hasta ahora, y que de verdad no habrá pasado nada cuando llegue el final.
Y el final es mi verdadero deseo, calma que llega deshaciéndonos de todo.
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