Porque yo había pensado que nunca fui más libre que cuando supe de mi muerte. Es que me di cuenta que antes, como todos, vivía en una especie de nebulosa, una ilusión de miles de días asegurados para el cuerpo y la mente humana. Mis planes no tenían fecha, así como están en blanco los cheques del millonario que está seguro de poder cubrir la cuenta. Hasta que, sin más, un día me dijeron. Después del remolino, las náuseas, y ese qué sé yo estúpido de aferrarse a la mesa como niño chico, empecé a entender.
No me preocupa más. Ya no encuentro sentido en tirar del hilo hasta que se rompa. Al hilo lo dejo tranquilo y ahora miro más acá, a esta otra parte descubierta que me pide atención a los gritos. Y la libertad flamea como una bandera, se agita incansable e invade todos los espacios. Saberse finito, destructible, vulnerable, es suficiente.
La mano se levanta en el aire, sacude cinco dedos blancos. En la cabeza, la pregunta es típica y da verguenza: ¿Qué harás con mi recuerdo? La verdad es que no sé, pero de alguna manera voy a intentar no pensar tanto en eso. Porque, vamos, ¿a quién le importa? La realidad es para mí y debería dejar de pretender que los demás vean lo que llega a mis ojos.
La mano se levanta, sacude cinco dedos blancos. Y se acerca cautelosa, soñando que encuentra el rostro, y el brazo, y la espalda. Quiere saber si tendrán la misma textura. Pero es hora de irse, y lo buscado no llega. Mandale mis saludos, pide triste. Mandale mis saludos de sueños suaves y risas de medianoche. Mandale mis besos de bocas secas. Mandale mis palabras de buen día, y mis deseos de buenas noches. Me voy a terminar de llegar a destino.
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