A veces soy pajarito enjaulado a propósito. Las pieles de la gente son traslúcidas, viscosas, se puede pasar al otro lado. Es algo que todos deberían entender: A veces no hay límites en las personas. A veces me acero y veo, veo hacia adentro, si quiero meto una mano por la piel y me sumerjo más allá. Más allá de lo visceral, del abdomen y de todos los músculos. Puedo entrar a la intención, a la esencia, al sentir, a los latidos milenarios de sus tiempos. Floto en un caldo que no es mío, me rozan las emociones, los odios, las experiencias, los errores, las enfermedades. Me tocan como algas, como cosa que pasa nadando entre los pies. Cuando me acuerdo de quién soy ya no soy, porque no me doy cuenta en qué punto acabo yo y empieza el otro. No tengo claro qué basura es tuya y cuál tiré yo. Me resbalo entre cáscaras de banana que no comí, me quejo del olor de unos pañales que no cambié. Me siento a llorar por una carta rota, sucia y llena de amor, que no me escribieron ni fui yo quien la rompió.
Todo lo que toco es artificial, pues lo real no se puede palpar. Todos los días me rompo los párpados tratando de asimilarlo, queriendo encontrar mi armadura para la guerra, y lo único que encuentro son sonrisas de cosas que me animan a intentar un poco más. Estoy sumergida en el barro de todos, piel adentro, paseo por las cabezas y me deslumbro con esos mundos interiores. Reconozco cada diferencia como un escalón más en la escalera que nos va a unir en algún momento.
Ya no puedo llorar por todos, ni reír yo sola. No puedo caminar todos los caminos. Necesito salir, salir del interior. Necesito aire fresco, canciones para todas las horas, armadura para la guerra y amor para dar de regalo. Dejar crecer la flor en el pecho, tierrita para vivir.
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