10.1.11

Los pies nos conducen por la arena. Hay niños, quizás ancianos, y un puñado de adultos. La luz de la ciudad se apagó lejos, se dejó atrás caminando y sintiendo el pavimento. Se apagó lo que encandilaba a la vista, sin dejarla contemplar lo que hay más allá de un par de metros por arriba de la cabeza, más allá del ombligo, más allá del cerebro de nuez con que gobernamos nuestros días.

La única manera de comprender lo inmenso es entender que se es cucarachita caminando en círculos, buscando un por qué a sus pequeños padecimientos de insecto. El tiempo es insignificante, diez años es lo que tarda una estrella en pestañear. ¿Entonces? Lágrimas de cocodrilo no. Mejor un llanto profundo.

Como el que me lloró aquella mujer, aquella cincuentona que, no sé, tiene sueños y añoranzas. Me dio la mano y fuimos lo mismo por un rato. Entendí. Supe de su tristeza porque la compartimos. Caminamos mucho tiempo por caminos que se cruzaron más de una vez, que nos encontraron partiendo y llegando al mismo sitio.

Me dijo que extraña su casa, y me vi a mí misma sabiendo que en casa no estoy. Me dijo que quiere volver pronto, y me sentí a mí misma imaginando el abrazo de los que nos esperaron tanto tiempo. Siguen ahí, estoicos, invisibles a los ojos de la cara, impermeables al tiempo, avisándome que van a estar cuando yo llegue.

Miro hacia arriba. Asumo a la cucaracha. Me niego al círculo. Entiendo el por qué.

1 comentario:

Anónimo dijo...

que belleza este texto!